Llevo tiempo trabajando mi desapego…
Intento no tomarme de manera personal cada injusticia que veo y escucho cada día; intento pensar que cada uno tiene que cumplir su aprendizaje de vida y que para ello pidió las experiencias de vida que le suceden… Pero hay ocasiones en que me resulta muy difícil ver objetivamente lo que sucede a mi alrededor. Y esta es una de ellas.
Con 5 años, en el kiosko donde iba a cambiar cromos, sentí que me manoseaban el culo. Primero me di la vuelta sorprendida y al no ver a nadie mirándome pensé que era un error. La segunda vez me di la vuelta enfadada y le di un bofetón a un pobre niño que estaba detrás de mí y que se marchó llorando. La tercera vez me volví y vi a un señor de más de 50 que, aun con su mano en mi trasero, se reía del bofetón que le dí al niño mientras me miraba con ojos de lascivia. Me asusté y me marché corriendo a casa.
Con 8 años volví a mi antiguo barrio de Madrid a visitar a mis amigas y, mientras dábamos un paseo por la calle, nos cruzamos un señor que disimulaba con una gabardina mientras se masturbaba mirándonos.
Con 11 años, un amigo de mi familia intentó violarme. Aprisionada bajo su cuerpo, sin poder moverme, mi única reacción fue girar la cabeza, cerrar los ojos y repetir una y otra vez en mi cabeza: «Por favor Dios Mío, que se acabe ya». No sé qué esperaría el tío, quizá que me resistiera o que gritara… el caso es que al notar mi rigidez se apartó abrochándose los pantalones y me dijo: «Levántate. Te perdono…».
Recuerdo una vez que estaba de fiesta con mi pandilla de amigos y el típico pesado que ya lleva unas copas de más me hace insinuaciones babeando. Le aparto y le digo que no estoy interesada, que me deje en paz. Entonces él me mira y me dice: «Tu boca me dice que no, pero tus ojos me dicen que sí…«.
–¡Cómprate unas gafas mamón!–
Éstos son sólo algunos de los episodios más llamativos que he vivido, pero tengo multitud más «leves»: los «piropos» soeces al caminar por la calle, los tocamientos no deseados en el cine, discoteca, metro, el trabajo…, el miedo al ir por la calle sóla de noche, esperar a entrar en mi portal porque acababa de entrar un hombre que no conocía, coger un taxi y tratar de memorizar el nº de licencia por si acaso o pedirle al taxista que esperara hasta entrar en el portal porque algún hombre deambulaba con mala mirada…
El caso de «La Manada» nos ha revuelto a todas porque, de un modo u otro, TODAS las mujeres del mundo (y de veras creo que no me equivoco al hacer esta afirmación), en algún momento de nuestra vida, hemos sufrido algún tipo de violencia parecida. Porque SI, esto también es violencia.
Las mujeres hemos tenido que aprender a sobrevivir en un mundo regido por la dictadura de la tiranía, el miedo, el sometimiento y el abuso. Y aunque parezca que en algunas partes del mundo «más civilizadas» se ha superado esa etapa, lo cierto es que seguimos tan sólas como lo hemos estado siempre. Y esta sentencia lo demuestra.
He estado leyendo en Twitter el hastag #cuéntalo y me ha sobrecogido la multitud de testimonios pero, sobre todo, la cantidad de mujeres que aun se avergüenzan de haber vivido una experiencia así. Quizá eso es lo que me ha movido a escribir este artículo, porque yo misma me he avergonzado de estos sucesos durante parte de mi vida, y estoy harta! Siento que ha llegado el momento de sacar la verdad a la luz porque, si no nos apoyamos entre nosotras… ESTAMOS SOLAS!
Junto con la pena, me congratula ver que algunos hombres, han comenzado a ver la magnitud del problema. Y me siento bien viendo a tantas mujeres unidas, SORORIDAD en estado puro…
¡Gracias hermanas!
Más que nunca, os deseo un nuevo ciclo lleno de PAZ y REKILIBRIO!